VIII Exposición Internacional de Arte Postal en Avilés: la muerte
VIII Exposición Internacional de Arte Postal en Avilés: «la muerte»
En el último cuarto de siglo, los valores espirituales de la sociedad contemporánea cambió drásticamente, abandonando las religiones tradicionales para poder buscar soluciones alternativas a sus preguntas más íntimas y transcendentes, a preguntas como ¿qué es la vida?, lo que lleva definitivamente a la pregunta de ¿qué es la muerte?, porque la muerte es una condición de la vida, es parte de ella y es sólo un momento del ciclo de la existencia natural de los seres vivos.
Domingo Sanz Montero (España)
Por lo tanto, para entender la muerte habría que empezar por desentrañar en la medida de lo posible algo tan confuso como ¿qué es la vida?, ¿qué nos diferencia de materia inanimada como una roca, el acero o el agua? Si atendemos al acertado razonamiento de la estadounidense Lynn Margulis, una de las personalidades más eminentes de la biología mundial, la vida es «un proceso físico que cabalga por encima de la materia como una extraña y lenta ola, que es un caos artístico controlado, un conjunto de reacciones químicas asombrosamente complejo que empezó su andadura hace cuatro mil millones de años y que ahora, en forma humana, escribe cartas de amor y emplea computadores de silicio para calcular la temperatura de la materia en el nacimiento del universo. Descubrimos que la vida es, a fin de cuentas, algo aparentemente obvio: la celebración de la existencia». O, resumido, «un banquete de diversidad biológica», según el pensamiento del filósofo austriaco Erwin Schrödinger.
Alexandre Hervé (Francia)
La vida se formó de materia estelar, poco después de que la tierra se condensara a partir de los restos de la explosión de una supernova. Y podría desaparecer dentro de cien millones de años, cuando la mengua de los recursos atmosféricos y el incrementado calor solar acaben venciendo los sistemas de regulación de la temperatura global. O quizá pueda escapar encerrada en un sistema ecológico aislado y llegue a contemplar desde lugar seguro como el sol, agotado su hidrógeno, se expande y se convierte en una gigante roja que hace hervir los océanos de la tierra, dentro de cinco mil millones de años.
Un rasgo crucial de la vida es la producción iterativa de entidades complejas a partir de un elemento, cuyo diseño se repite a escalas cada vez mayores, algo similar a un fractal «vivo» de Mandelbrot, una variación genética aleatoria y sinérgica donde no intervine el libre albedrío formando parte de una holarquía global que trasciende la piel del individuo y hasta de la humanidad entera.
La vida permanentemente es asediada por la muerte, que es parte de la vida y, la forma de interpretar la vida (y la muerte), es provinciana y limitada dependiendo del lugar donde uno viva. La vida es materia en movimiento, pensamiento, el impulso de las poblaciones en expansión. Es el ludismo, la precisión y el ingenio del reino animal —que es una maravilla de invenciones para el frío y el calor, para el movimiento y el sostén, para el acecho y la evasión, para el cortejo y el engaño—. La vida es materia desbocada, capaz de elegir su propia dirección para retrasar indefinidamente el momento inevitable del equilibrio termodinámico: la muerte.
Alicia Aranguren (España)
Se podría concluir que la vida del ser humano es el corto espacio de tiempo que solemos pasar inadvertida y regaladamente hasta la muerte, donde la vida continúa trasmutada en materia biológica carente de alma y consciencia.
¿Qué es la muerte?
Antes de responder a esta inextricable cuestión, conviene recordar que precisamente alma y consciencia definen al ser humano y lo diferencian de las otras especies vivas. A pesar de ello, de una diferencia tan importante con el resto de seres vivos como puede ser la capacidad de pensar y de crear y de sentir y de entender emociones, de disponer de «espíritu» generador, a pesar de ello y con respecto a cómo le afecta la muerte, el ser humano sólo es una de las decenas de millones de especies que habitan el planeta Tierra; una reminiscencia de un suceso evolutivo de hace 370 millones de años que dio lugar al origen de las primeras células nucleares.
Sergio Aragón Martínez (Alfar Arias. Ciudad Real)
Los ancestros humanos habitaban en un mundo donde, de manera regular, cuerpos calientes y animados dejaban de moverse, se enfriaban y se descomponían. La muerte era para ellos algo tan enigmático como lo es la vida para el humano de hoy, tan sujeto aún a las influencias de las primitivas soluciones al misterio de la muerte, un misterio que está por resolver envuelto en una gruesa capa animista que se ha ido urdiendo a lo largo de la historia, entretejida las más de las veces por cuestiones e intereses de poder, religiosos o políticos, alejados de la luz de una ciencia entonces inexistente, intereses que empañaron (y empañan) la imagen especular del misterio natural de la muerte con respecto al misterio universal de la vida.
La capacidad de pensar y razonar del ser humano primitivo lo enfrentó a preguntas sin respuestas que crecían al mismo ritmo que su capacidad cerebral. El mundo se hacía cada vez más fascinante, peligroso e incomprensible y el cerebro trataba de administrar el torrente de información y estímulos que le llegaba a través de los sentidos, hasta que tomó consciencia de su finitud y su limitado cerebro no pudo encauzar la angustia y el terror que se le abrió ante semejante certeza, y aquel primer ser humano empezó a creer. Hasta hoy.
Esa necesidad atávica del ser humano de creer en un ente superior que antropomorfizase el mundo, organizase el caos y que lo protegiera de lo incomprensible que lo atemorizaba, lo condujo a toparse con la «fe» y con la «divinidad» para venerarla (o para temerla), descansado en ella su propia responsabilidad vital. La fe es una forma de creencia o confianza en una persona, cosa, deidad, doctrina o explicación, que se sostiene sin necesidad alguna de contar con pruebas a su favor. Es decir, tenemos fe en aquello que elegimos creer por encima de la posibilidad (o imposibilidad) de comprobar su existencia y que infunde esperanza al creyente ante una situación de necesidad o peligro, aferrándose al convencimiento de que «su Dios» le proveerá de salvación.
R&Linyi (España)
Y no hace falta una gran dosis de fe para entender cómo los misterios de la muerte condujeron a aquel humano a las nociones religiosas del espíritu. Para los iroqueses (confederación nororiental canadiense de nativos americanos históricamente poderosa), el espíritu era una imagen sumamente refinada, con un cuerpo minúsculo provisto de cabeza, dientes y extremidades. Los Karo battak (pueblo animista asentado en la zona central de Sumatra, en Indonesia) creían en un tendí, una copia u otro yo de su dueño, escapaba en el momento de su muerte. Los papúes y malayos postulaban la existencia de un semangat o semungi del tamaño de una almendra que provocaba la enfermedad si se ausentaba temporalmente, y la muerte cuando se iba para siempre. Para los cristianos, la fe se entiende como un acto voluntario y que no puede ser impuesto a nadie, pues es en el fuero interno de cada quien donde nace. Así lo enuncia San Agustín (354-430): Credere non potest nisi volens (no se puede creer si no se quiere). Por ello Jesucristo, el representante de Dios en la tierra para sus seguidores, según la tradición, no forzó nunca a nadie a seguirle, cosa que en cambio sí hizo la Iglesia Católica durante siglos de Inquisición y guerras santas contra otros monoteísmos igual de intolerantes. La fe, el pecado y la culpa van de la mano, conceptos utilizados por la iglesia católica para castigar a quien infrinja los mandamientos, condenando al alma pecadora al infierno, o al cielo, a la «otra vida», al paraíso, si no se alejó de la doctrina de Cristo.
Con el tiempo la muerte fue concibiéndose como el tránsito hacia un lugar desconocido y, aunque la respuesta a qué hay tras la muerte seguía sin resolverse, al menos se canalizó a través de la fe, amortiguando los efectos traumáticos de la duda y el temor o alegría según las creencias ante el momento final, momento que se ritualizó convirtiéndolo en un hecho transcendente.
Irina Novikova (Bielorrusia)
El rito consiste en la expresión de un contenido simbólico o narrativo de origen social o cultural, mitológico o religioso, llevado a cabo a través de distintas acciones repetidas provistas de solemnidad, en el marco de acontecimientos personales o colectivos, de festividades, celebraciones o días específicos, ceremoniado por personas con ascendencia mística y dogmática sobre el resto de la comunidad, cuyo sentido último según el antropólogo francés Émile Durkheim, que define el rito como la práctica relativa a las cosas sagradas, siempre está inscrito en una visión de la existencia y sirve para afianzar en la sociedad tabúes o ideas de lo trascendente y lo puro.
El rito ante la muerte y el tránsito hacia otro lugar ignoto ya aparece presente en los restos humanos más antiguos hallados en la cueva Shanidar (Irak, Oriente Próximo) datados de hace 60.000 años. Un hombre de Neanderthal fue enterrado sobre una estera de ramas entrelazadas de pino adornada con flores de jacinto silvestre, malvaloca y hierba cana. Estas sepulturas, llenas de flores, polen, amuletos, abalorios, tocados hechos de dientes de animales, armas, herramientas y comida, dan fe de ritos funerarios destinados a dar descanso al alma y aprovisionarla para un «más allá» indefinido.
Mauricio Guerrero Alarcón (México)
Ese más allá para muchas culturas es la reencarnación del alma que salió del cuerpo tras el último suspiro, resucitando en sombras, fuegos, árboles, piedras, muñecos, pozos, adultos o infantes, animales y otros receptores a quienes se les atribuye la facultad de atrapar permanentemente dichas almas.
De todos los candidatos a contener esa esencia vital, la respiración es la que en la historia de la Humanidad tiene más fuerza. Los antiguos chinos rellenaban la boca de sus muertos con jade, oro, plata, perlas y conchas de cauri y luego la vendaban fuertemente para retener el espíritu; además empleaban ataúdes de ciprés y pino herméticos y duraderos. La misma palabra «espíritu» deriva de spiritus, «aliento» en latín. El nacimiento se anuncia con el llanto y la respiración. El aliento, invisible igual que el viento, hablamos por medio de él, y en su calidad de espíritu se le considera desde el principio de los tiempos el vínculo intangible entre la vida y la muerte. Al último suspiro que exhala el moribundo se le abre camino hacia el inframundo de múltiples formas: en el Pirineo oscense y en otras zonas aragonesas y vasco navarras, era costumbre colocar una «teja del alma», fabricada exprofeso y decorada con una serie de grafías simbólicas, como cerramiento del tejado, tapando un hueco dejado a posta en la cumbrera del edificio. Cuando alguien moría en la casa, se retiraba esta teja con la creencia de que así se dejaba salir el alma del finado llevada por el último aliento. Si no se quitaba a tiempo, había que sacar el cadáver necesariamente por una ventana o dejarlo en el patio de la casa, al sereno durante toda la noche, con los brazos cruzados sobre el pecho y tapado con una sábana y con una reja de arado encima hasta el momento del entierro, todo ello con el mismo fin de liberar su espíritu.
Así pues, ¿a dónde vamos cuando morimos? La mente lógica concluye que el alma se escabulle del cuerpo después de la muerte. La especie humana es la única para la que la muerte está presente durante toda su vida, la única que acompaña a la muerte de un ritual funerario (a exención de los elefantes que de algún modo ritualizan la muerte de un próximo), la única que cree en la supervivencia o en la resurrección de los muertos. La muerte introduce entre el animal irracional y el hombre animal del utensilio (homo faber), animal del cerebro (homo sapiens), y animal del lenguaje (homo loquax) una ruptura más sorprendente aún que el utensilio, el cerebro o el lenguaje.
Entendiendo al homo sapiens como un compuesto biológico con todas sus complejidades racionales, bajo ese condicionante científico y antropológico se presenta la vida como un acontecimiento improbable surgido de un sinnúmero de reacciones prebióticas que, al cabo de mil millones de años, han conducido a la formación del primer núcleo-proteinado, el cual ha evolucionado después durante miles de millones de años, bajo millones de formas distintas, una de las cuales ha producido al hombre. No se puede por tanto dejar de situar a la muerte exactamente en el umbral bio-antropológico. Es el rasgo más humano, más cultural del ántropos.
El cerebro evolucionado del homínido de hace 315.000 años, lo lleva a utilizar hoy el quince por ciento de nuestro cerebro (por las mentes más privilegiadas), y con ese mínimo porcentaje hemos sido capaces de pasar del sílex con el que rasgar alimentos en la cueva al ratón con el que crear realidades (in)creíbles y deseadas (sólo es el principio de la nueva Era Digital) en nuestro confortable espacio de trabajo, ese mínimo porcentaje iluminó tenuemente el origen de la vida comprendido a través de la paleontología, la biogeografía, el estudio comparativo de los organismos vivos, la antropología y la biología molecular, pasando de creernos caídos de un manzano a ser un producto protocelular evolucionado. Si con sólo ese quince por cinto de conocimiento hemos sido capaces de tanto, qué pasará cuando lleguemos al treinta por ciento, o al setenta o al cien por ciento de capacidad cerebral (véase el film francés Lucy, 2014, dirigida por Luc Besson).
Ricardo F (España)
François de la Rochefoucauld, filósofo y moralista francés del XVII decía que ni el sol ni la muerte pueden mirarse de cara. La máxima de Rochefoucauld conserva su verdad y la inteligencia humana tan atrevida, tan activa, tan curiosa apenas se ha ocupado de la muerte científica y biológica, renunciando a mirarla de frente, poniéndola entre paréntesis para olvidarla, o al contrario, cuando se decide a afrontarla, lo sigue haciendo con una mirada hipnótica que se pierde en el estupor y en los milagros.
El inexorable progreso del rigor científico, triturando toda idea milagrosa o sobrenatural, desmontando a taumaturgos de sus arquetipos, llega para desacreditar las actitudes religiosas asentadas durante los últimos milenios. Por otro lado, la filosofía moderna se ocupa de interrogar al mundo desde la dialéctica aceptando sin reservas el hecho de la muerte, aportando un prisma emoliente que se suma al puramente científico y biológico. Marx, de su época primera, en los Manuscritos económico-filosóficos, expresa la idea hegeliana de que La muerte aparece como una dura victoria de la especie sobre el individuo y parece contradecir la unidad de la especie; pero el individuo no es más que un ser genérico determinado, y como tal es mortal.
Y es el filósofo alemán Engels, quien propendía a endurecer sistemáticamente las posiciones de Marx, quien coloca la filosofía de la muerte individual en un plano más biologicista: La materia se mueve en un ciclo eterno, la muerte está incluida en el proceso biológico que llamamos vida, luego es un hecho que vivir significa morir; es necesario morir para que continúe la vida. Con este enfoque radical está de más cualquier cuestión en torno a la inmortalidad; estaríamos fuera del proceso biológico, del ciclo eterno de la materia.
Kant construye un argumento cuya estrategia inicial comienza desde el alma como «sustancia que ocupa un lugar»: el alma, entendida como sustancia que posee una fuerza esencial por la cual está determinada a actuar fuera de sí, es decir, está determinada hacia una acción externa sobre otras sustancias para producir cambios. Al actuar fuera de sí o determinar su fuerza esencial hacia una acción externa, el alma está en un lugar, ya que, «si analizamos el concepto de lo que llamamos lugar, encontramos que alude a las interacciones mutuas de las sustancias». Cuando esta interacción se da entre el alma y el cuerpo, el alma queda unida a la materia en el espacio, que es el conjunto de lugares o el ámbito de las interacciones de las sustancias.
Sin otro análisis, en un primer momento podría surgir la pregunta: ¿qué diferencia hay entre la solución cartesiana de la glándula pineal (la glándula pineal u «ojo parietal» tuvo un papel importante en la filosofía de René Descartes al considerarla, desde una perspectiva dualista, como el asiento principal del alma y el lugar en el que se forman todos nuestros pensamientos) como punto de contacto entre el alma y el cuerpo y esta solución kantiana de «un lugar» indeterminado en el que está el alma cuando interactúa con el cuerpo?
Cuestión que aún está por resolver porque ¿existe el alma? Descubrir el sentido de la vida, lo que nos espera post mortem y la verdad sobre la existencia del alma como elemento infinito, el cual prevalece, incluso después de que el cuerpo biológico fallece y se descompone, son algunas de las incógnitas que el ser humano tiene la necesidad de descubrir para estar más cerca del conocimiento absoluto.
La historia biológica como la historia humana son historias fragmentadas, desordenadas y dislocadas donde a la muerte se la reconoce como ley ineluctable donde el hombre se pretende inmortal autodenominándose mortal.
Situados entre el momento de la muerte y el momento de la adquisición de la inmortalidad, los funerales (rito en el que la sepultura no es más que uno de sus resultados) a la vez que constituyen un conjunto de prácticas que consagran y determinan el cambio de estado del muerto, institucionalizan un conjunto de emociones: reflejan las perturbaciones profundas que una muerte provoca en el círculo de los vivos. Pompa mortis magis terret quam mors ipsa, (aterra más la pompa de la muerte que la muerte misma) decía no obstante el filósofo inglés Francis Bacon, manifestando con ello como se valen del terror a la muerte quienes se erigen en custodios de las almas terrenales.
El duelo
Con la «socialización doméstica» de la muerte surge el dolor por la pérdida (sirve también para la interrupción definitiva de algo), una vez que se valoriza emocionalmente la vida y al individuo, cuya ausencia definitiva no deseada provoca un torrente de emociones que nos desbordan desatando un proceso psicológico diferente en cada persona, que se manifiesta con síntomas emocionales relacionados con la ansiedad, el miedo, la culpa, la confusión, la negación, depresión, tristeza o, en definitiva, shock emocional. La experiencia de enfrentarse a la pérdida que conduce a la necesidad de adaptación a una nueva situación, es lo que se entiende por duelo. El duelo se trata de una herida emocional y, por tanto, requiere de estrategia y un tiempo para su sana cicatrización.
Culturalmente, como bien ha puesto de relieve el sociólogo francés Robert Hertz, el periodo «social» visible de duelo corresponde a la duración de la descomposición del cadáver. La putrefacción del muerto es su «impureza», y el tabú de impureza, que afecta a los parientes, los obliga a cubrirse con un signo distintivo o a invisivilizarse, es el propio duelo, es decir, la cuarentena a la que se somete la familia en la que reina la muerte contagiosa, un concepto cada vez menos frecuente.
Un duelo que no es exclusivo del ser humano. En un artículo publicado en The New York Times, se lee que en el verano de 2018, frente a la costa de Columbia Británica, una orca llamada Tahlequah dio a luz. Cuando la cría murió al cabo de poco tiempo, la orca Tahlequah se negó a soltarla. Durante más de dos semanas, cargó con el cuerpo de su cría, a menudo balanceándolo sobre su nariz mientras nadaba, aferrándose al cuerpo de su «bebé» durante 17 días, algo por otro lado habitual en madres mamíferas de diferentes especies, una manifestación clara de duelo ante la pérdida. Los elefantes manifiestan ante la muerte dolores emocionales complejos y sentimientos de pérdida, velando a sus muertos tocando o acariciando la cara o las orejas del cadáver, barritando varios tipos de sonidos, o llorando activamente, en particular las madres cuando pierden a una cría.
Nos equivocamos pues al pensar en la exclusividad humana sobre rasgos cognitivos y emocionales relacionados con la muerte, cuando cada vez más se ven en animales conceptos rudimentarios ante este acontecimiento, lo que sostiene Susana Monsó, filósofa de mentes animales de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de Madrid, en su publicación La zarigüeya de Schrödinger, donde dice que Cada vez hay más informes sobre animales que reaccionaban de distintas maneras ante los cadáveres.
Por otro lado, la prodigiosa importancia de la economía de la muerte en el seno de la humanidad arcaica se instaló en el propio corazón de la vida cotidiana de las civilizaciones evolucionadas de la cueva, girando a su alrededor, siendo multitud las sociedades en las que las «casas de los muertos» fueron más suntuosas que las de los vivos, heredando de nuestros milenarios antepasados vestigios de monumentales tumbas y templos.
Rita Inés Petrykowski (Brasil)
Una presencia solidificada de la muerte pues. Una presencia obsesiva de la muerte a la que se suma la presencia obsesiva de los muertos, que es uno de los aspectos más evidentes y mejor conocidos de la mentalidad arcaica, es decir, los espíritus. Esta interpretación de la muerte está presente en la vida cotidiana dirigiendo la fortuna, la salud, la casa, la guerra, la cosecha, la lluvia y todo aquello que puede amenazar la supervivencia del individuo.
La muerte encuentra su símbolo universal en la calavera. La calavera descarnada es el emblema por antonomasia de la muerte, de la finitud de la vida, un aviso omnipresente de la mortalidad del ser humano, la expresión más cruda del memento mori (recuerda que morirás) personal que no hemos de olvidar y que resume la temporalidad fugaz y finita de la vida y la inutilidad del esfuerzo que aplicamos ingenuamente en escapar de nuestro destino.
Un destino prefijado desde el nacimiento mismo, convencimiento estoico personificado en la cultura romana por las Tres Parcas, entidades que se encargaban de llevar las almas fallecidas al infierno, al cielo o al purgatorio, según a donde perteneciesen. Las hermanas Nona, Décima y Morta se dedicaban a hilar y a cortar con una tijera el hilo que medía la longitud de la vida para establecer el momento de la muerte de alguien. Hilaban lana blanca y entremezclaban hilos de oro e hilos de lana negra. Los hilos de oro significaban los momentos dichosos en la vida de las personas y la lana negra los tristes. Según Nieztsche, el fatum o destino mantiene una constante lucha contra la voluntad libre donde es imposible cambiar la naturaleza de una persona, lo que afecta a la más íntima condición humana, teoría determinista donde todos los eventos, incluso nuestras acciones y decisiones, están predeterminados por causas anteriores.
Con la calavera se anuncia muerte desde los frescos pompeyanos, donde ya aparece este elemento óseo con ese cometido, pasando por la Edad Media, donde se asienta como símbolo de peligro, hasta nuestros días, donde está tan presente en nuestras vidas sin darnos cuenta del significado real del mito con el que convivimos, que «llevamos encima» inconscientemente, sólo subyugados por el misterio y fuerza que trasmite la imagen de la calavera. Prueba de este fenómeno social en pleno siglo XXI, el siglo de lo visual, es la serie de 50 calaveras que aparecen en la exposición, calaveras tatuadas en la propia piel, fijadas en todo tipo de prendas de vestir y complementos, como centro de eslóganes, como volúmenes conteniendo perfume o licor, en productos de belleza, carátulas de películas o soportes musicales, con forma de dulces y golosinas, como logotipo de marcas comerciales o cobrando presencia en cualquiera de las disciplinas del arte o la literatura. Su afianzamiento social se consolida desde el punto en que con este elemento iconográfico se avisa del riesgo de muerte ante el contagio en una epidemia, por el contacto con un veneno o un contaminante, con la proximidad de cargas eléctricas, radioactivas o químicas, por lo inestable de una construcción, de un terreno o de un pasadizo, entre otras muchas situaciones de peligro mortal.
En la nueva Era Digital la calavera salta a este universo virtual en forma de emoticón para expresar emociones positivas o negativas como «morirse de risa» si se está alegre, «cansancio» por un día largo, «vergüenza» ante una situación comprometida, incomodidad, enojo o pena o simplemente la forma «digital» de mostrar condolencia por una muerte de alguien cercano.
La imagen de la calavera, por la que no hemos dejado de sentir una irrefrenable atracción a pesar de la enorme proliferación iconográfica actual que arrasa con asentados hitos milenarios, sigue subyugándonos por esa conexión que ejerce hacia la parte salvaje y animal del protohomine. La calavera en todas sus representaciones es un ejemplo fascinante de cómo el individuo intenta explicar el misterio más grande de la vida humana: la muerte y sus posibles significados. Con este símbolo antropomórfico crea un puente con el absolutismo de la realidad, mencionado por el filósofo alemán Hans Blumenberg como parte constitutiva de la creación del mito y de la metáfora para la conciencia que de sí mismo tiene el individuo moderno. Hay que entender el mito —fenómeno que ha sobrevivido al proceso de racionalización preconizado por la escolástica medieval— como una narración simbólica que da sentido a la cultura y media entre la proximidad del hombre primitivo con la inevitabilidad de su muerte física y el proceso de descomposición del cuerpo, como un intento por entender y explicar lo que le es imposible conocer desde la vida. Ejemplo de este mito podrían ser la cruz para la cultura católica o la Virgen de Guadalupe o la Catrina (diseño del grabador y caricaturista mexicano José Guadalupe Posada), en su representación cadavérica de la Santa Muerte en la cultura mexicana.
Zorica Obradovic (Serbia)
En la ciencia es donde se encuentran las respuestas a todas las preguntas que se plantea el ser humano, una ciencia cada vez más sorprendente por lo que nos descubre a pesar de sólo ese quince por ciento de uso cerebral. Al individuo le queda esforzarse para salir de una minoría de edad permanente, alimentada por una comodidad e indolencia casi connaturales que le impiden desenredar por sí mismo las ataduras que le ligan a esa minoría de edad, descansando su sustento anímico, cognitivo y estructural sobre deidades antiguas o modernas (redes sociales e internet son los nuevos dioses que han venido a sustituir a viejos salvadores todopoderosos), transfiriendo a esas fuerzas superiores la tarea de solucionar sus cuestiones emocionales, de estabilizar su psique aunque sea con un halo irreal y místico que apacigüe su mente, consciencia, conducta, acción y cognición. El individuo debiera ejercer una acción consciente (esfuerzo) para acercarse a su conocimiento personal, entendiendo y comprendiendo sus fortalezas y limitaciones, valorizándose como «persona», admitiendo su vulnerabilidad y la naturalidad de su propia muerte como un proceso más de su vida, tomando como tarea cotidiana a lo largo de esa corta vida estar en paz consigo mismo, con su espíritu, con su alma. Con ello, la vida y la muerte se le mostrarán con la claridad que da la luz del pensamiento racional, acabando con las tinieblas del oscurantismo y la superstición, propiciando una civilización más humanizada, por utilizar la expresión de Voltaire.
No deja de resultar curioso el temor indefinido que la muerte nos provoca por un lado, y el poco cuidado que ponemos en mantenernos vivos por otro, quizá porque no se habla de la muerte, no forma parte de la educación básica del individuo, se excluye este hecho cultural de los procesos vitales posponiendo encararlo «cuando toque», en el último momento.
Sobre la distancia con que vemos a la muerte en función a lo cerca con que ella nos pueda mirar, el capítulo IV Alrededor de la muerte, la inmortalidad y la gloria, que forma parte del compendio Charlas de café. Pensamientos, anécdotas y confidencias, de Santiago Ramón y Cajal, se comenta: No hay acontecimiento más real e ineluctable que el fenecer, ni tema sobre el cual menos se platique. Para el joven constituye asunto inactual, por lejano y casi inverosímil; para el anciano representa suceso próximo y tragedia irremediable. ¿Qué se gana —nos decimos— anticipando inevitables angustias con indiscretas y poco piadosas evocaciones? Por eso, al llegar la muerte, presentase siempre como algo nuevo, inesperado e incomprensible.
En cuanto al cuidado que nos dedicamos, cuidado biológico y mental necesario para una larga y buena vida, estriba fundamentalmente en la «pastilla cura todo». ¿Cuánto cuidado nos dedicamos? ¿Cuán importantes somos para nosotros mismos? ¿En qué lugar nos situamos en el orden de prioridades que nos regula durante el corto periodo de tiempo que es una vida, nuestra vida?
La evidencia dice que muy poco. Ante el síntoma de enfermedad el planteamiento único no es el cambio de estilo funcional que evite una recaída o empeoramiento, es la toma de la pastilla milagro que cure para continuar imperturbables hacia una mala vida y una pronta muerte, sin acabar de entender que la salud física y mental son parte intrínseca al ser humano, dones que debe cuidar como elixires de longevidad y bienestar emocional.
El catedrático de Bioquímica y Biología de la Universidad de Oviedo, Carlos López-Otín (Sabiñánigo, Huesca, aunque asturiano de adopción), científico reconocido internacionalmente por su contribución a la investigación del genoma humano, el envejecimiento y enfermedades como el cáncer, dice en una entrevista en el diario asturiano La Nueva España: La enfermedad es consustancial a la vida, de hecho, admitir la imperfección es una gran muestra de sabiduría. Para poder llegar hasta aquí, tras más de 3.800 millones de años de evolución biológica y cultural, hubo que asumir riesgos moleculares y celulares que nos alejaron de la aparente banalidad bacteriana y nos regalaron complejidad y una larga vida, pero que a su vez nos abocaron a la enfermedad y a la muerte.
López-Otín, autor de la Trilogía de la vida, plantea en su reciente publicación La levedad de las libélulas, (libélula deriva del latín libella, que significa nivel, balanza, un vocablo que simboliza el equilibrio preciso para sobrevivir y perseverar en lograr la madurez y mantener la salud), las claves para lograr desde el ámbito de la medicina molecular actual, el equilibrio entre la salud biológica y la salud metal, estados extraordinarios del ser humano pero tan provisionales, que requieren un comprometido cuidado permanente. En algún punto de la publicación López-Otín dice que La salud es una forma muy especial de cultura, la cultura de la responsabilidad y cuidado de la vida.
¿Qué es la vida? La vida es memoria, memoria en acción. ¿Qué es la muerte? La muerte es un aspecto cultural, un acontecimiento culturizado por el ser humano sugestionado por creencias, prejuicios y miedos atávicos «inventados» por su capacidad de pensar y construir otras realidades. ¿Morir significa pasar a otra dimensión?
Ricardo Fernández
Comisario de la exposición
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